Seguidores

jueves, 12 de marzo de 2020

11/53 relatos Escribe un relato distópico sobre un grupo de supervivientes a un apocalipsis causado por dioses hindúes.

La partida de los dioses



Lo tenemos todo preparado. El tablero, las fichas, los billetes y las tarjetas.
Vishnu ha escogido el dedal, Shiva el sombrero, Kali el perrito, como siempre hace, y yo el coche. Es hora de dar comienzo a la partida de Monopoly.
El inicio es lento. Nos lleva varias rondas hacernos con dinero suficiente como para comprar calles y alguna casa. Kali tiene tan mala suerte que cae dos veces seguidas en la cárcel y pierde todo su dinero prácticamente de inmediato. Es entonces cuando empieza a hacer trampas. Yo estoy acostumbrado a ello. Francamente, ¿cuándo no las hace? Sus muchos brazos se mueven a tal velocidad que resulta imposible seguir sus acciones. Como estoy algo aburrido, no digo nada. Quizá debería haberlo hecho porque, cuando Vishnu se percata de lo que está ocurriendo, estalla la tercera guerra mundial. Literalmente.
—¡Eres una tramposa! —le grita. Está tan alterado que su cuerpo se transforma en rápida sucesión, cambiando de Rama a Krisna para, finalmente, adoptar la forma de Varaha.
—¿Trampas, yo? —Kali se hace la indignada, aunque no entiendo por qué. Todos la hemos visto coger dinero de la banca mientras creía que nadie miraba.
El enfado hace que sus brazos se multipliquen de cuatro a diez a velocidad de vértigo.
—Vamos a calmarnos —susurro, con un movimiento de trompa leve, levísimo.
Nadie está escuchándome.
Las cosas se calientan rápidamente. Uno de los brazos de Kali golpea los montoncitos de dinero de la banca, que vuelan hacia el suelo en desorden. Otro brazo arroja mi coche y el dedal fuera del tablero. Un tercero las casas y los hoteles. Un cuarto las tarjetas. Lo último es el tablero, que Kali sostiene en el aire unos segundos antes de tirarlo con furia.
—Joder, Kali. Vaya genio.
—Eso por llamarme tramposa —replica, toda digna.

En la tierra es hora punta e hileras de coches se agolpan en las arterias principales de las ciudades más importantes. Algunos conductores se emplean a fondo en aporrear las bocinas de sus vehículos, mientras otros se gritan improperios y hacen gestos obscenos con las manos. Todo se detiene cuando una lluvia de billetes empieza a caer del cielo. Las puertas de los coches se abren y sus ocupantes se lanzan como hienas a la carretera, llenándose los brazos y bolsillos con tantos billetes como pueden.
La escena se repite en todo el mundo.
Horas después y, sin que las autoridades hayan logrado dar respuesta a la inesperada tormenta de dinero, se producen los primeros desastres.
Estados Unidos, Canadá y Méjico desaparecen del mapa, borrados por lo que parece un dedal de tamaño descomunal. Asia, Australia y una parte importante de Europa sufren la misma fortuna, aunque en esta ocasión es un coche el que opera la desgracia. Un coche tan gigantesco como lo era el dedal.
Lo que queda del mundo es rápidamente arrasado por casitas y hoteles del tamaño de asteroides.
Solo queda en pie un pedacito de España.
Y en ese pedacito, ocho supervivientes que, apiñados los unos junto a los otros, se abrazan las rodillas y gimen y lloran.
—¿Y ahora qué?
Carmen es la primera en reaccionar. Se levanta y mira en derredor. Todo ha desaparecido. Tan solo quedan tres o cuatro calles rodeadas de mar. Ni siquiera hay playa. Solo agua embravecida que lame las aceras, a punto de engullirlas.
Carlos la mira como si viera un fantasma.
—Yo qué sé. Es el apocalipsis. Tendremos que intentar sobrevivir, ¿no?
—Sobrevivir —ríe Marta—. ¿Para qué? ¡Si no hay nada!
Ahí lleva razón.
Mientras piensan en cómo abordar la situación y en cómo sobrevivir a la destrucción total del mundo, el cielo cae sobre sus cabezas en forma de tablero de Monopoly.  

domingo, 8 de marzo de 2020

#Heroínas

Las manos y la cabeza



Nunca he matado un dragón.  
Aunque en otro tiempo construí uno.
Entonces la guerra se extendía imparable, devorando planetas y hábitats espaciales en su avance enardecido.
Como todos en mi colonia, yo crecí en una familia modesta. Había paz cuando nací y hacía ya mucho que la gente había olvidado las penurias de contiendas pasadas y había adoptado los avances tecnológicos que nos convertirían en autómatas.
Yo no fui una excepción. Era vaga, propensa al sueño y evitaba cualquier esfuerzo que no me reportara una recompensa inmediata. Me movía por impulsos básicos, como un robot, sin interés por nada ni por nadie. Ni siquiera por mí misma. Así fue durante largo tiempo.
Solo mi abuela recordaba la guerra y solo ella insistía en que estudiara, en que me forjara un futuro y aprendiera a usar las manos y la cabeza.
—Nunca sabes lo que está por llegar —decía, antes de juntar los dedos sobre el regazo y perderse en el tejido de la memoria.
Es cierto que no lo sabía, pero tampoco me importaba.
Hasta que llegó el hambre y la sed.
La guerra no comenzó con disparos ni explosiones. No llegó desde naves enemigas o tras las trincheras. La guerra llegó con la escasez.
Las primeras víctimas fueron los ancianos y los niños más pequeños. Mi abuela murió por entonces. Empeñada en que el resto sobreviviéramos, no tocó la comida y el agua que nos quedaba.
—Las manos y la cabeza —dijo antes de cerrar los ojos de forma definitiva.
No sé si fueron sus palabras las que obraron el milagro. O tal vez fue la necesidad, el instinto aún no perdido que se imponía a la desidia de toda una vida sin mover un dedo.
En los meses siguientes perdí a mis padres y a mi hermano y quedé sola. Apenas un saco de huesos revestido en piel. Esos meses, antes de su muerte, dediqué mi tiempo a estudiar, a leer, a aprender acerca de lo que no me había interesado en años.
Las provisiones de agua y de comida venían en envíos espaciales que se hacían más y más escasos, hasta que un día dejaron de llegar.  
Fue en aquel tiempo cuando acudí por vez primera a la reunión de la colonia.
Y la reunión fue el caos que cabía esperar. Quedábamos pocos. Apenas una docena que no había sucumbido al hambre y a la sed. La mayoría éramos jóvenes e inexpertos, sin la menor idea de cómo afrontar una situación como aquella en la que nos encontrábamos.
La conclusión fue la obvia. Debíamos marchar. ¿Pero a dónde? Y, sobre todo, ¿cómo?
No disponíamos de naves para alzar el vuelo ni de ningún otro medio que nos sirviera para emprender la huida.
Creo que fue entonces cuando se me ocurrió la idea.
—Dragones.
Me miraron como si hubiera perdido el juicio. Y tal vez fuera así.
—Mi abuela los construía cuando vivía en Shagarta.
Las manos y la cabeza, pensé.
Busqué los planos. Me había hablado tantas veces de ellos que casi podía imaginarlos antes de verlos esbozados en la tableta.
Podían volar, escupir fuego, llevarnos lejos de la colonia hasta lugar seguro si los pertrechábamos de todo lo necesario. O al menos nos llevarían a algún sitio en el que poder alimentarnos para seguir luchando por sobrevivir.
Las manos y la cabeza.
Así fue como empezamos a construir dragones. Uno por cada dos de nosotros. Seis en total. Mientras lo hacíamos, yo pensaba en mi abuela. Pensaba en los años perdidos, abandonados a la pereza y la holgazanería. Pensaba en todas las veces en que ella me había llevado hasta la sala, había arrancado mis manos y mis oídos de la estación virtual y me había hecho sentar en sus rodillas para contarme historias del pasado. Del suyo, primero en la Tierra y luego en Shagarta, de mitos y leyendas ya olvidados que hablaban de diosas y heroínas. Y de dragones.
No hubo tiempo para concluir los seis dragones que habíamos imaginado. Tampoco hicieron falta. De los doce que éramos, a los pocos días quedamos solo cinco.
Partimos con tres.
Llegamos solo dos.
Pero los tres que cabalgábamos sus lomos, sobrevivimos.
Gracias a mi abuela, que nunca mató un dragón, pero en un tiempo lejano, creó muchos.

sábado, 7 de marzo de 2020

10/52 relatos Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato.

Alcohólicos anónimos



En esta ocasión, la reunión de alcohólicos anónimos tiene lugar a las seis. Se nos ha pedido que acudamos disfrazados de la bebida que más nos tienta, así que camino por las calles de Madrid envuelto en un plástico con forma de botella de whisky Dyc, sintiéndome como un gilipollas mientras la gente me mira, me señala y se ríe. No. No es carnaval. Tampoco es Halloween. Voy disfrazado de botella porque sí, porque Paco lidera nuestro grupo y, de vez en cuando, tiene estas ideas brillantes.
Llego al garaje del chalet donde, semana tras semana, quedamos para compartir nuestras muchas penas y bañarlas en fondues de queso o chocolate para no tener que hacerlo en el alcohol.
—¿Qué hay, Jorge?
Va disfrazado con un traje de botella de pacharán y tengo que ahogar una risa al verlo vestido de esa forma. Si es que lo sabía. Es un flojito. Siempre supe que nos mentía cuando decía que, en tiempos, podía beber hasta veinte vasos de vodka a palo seco sin caerse redondo.
—Esto está como muerto, tío —me dice, las mejillas encarnadas—. ¿Dónde están los demás?
Me encojo de hombros.
—Ni idea.
El resto de los miembros de nuestro grupo van llegando en un goteo lento pero constante. Laura vestida de botella de ron Cacique, Juan con un traje de cerveza Mahou y Sara de absenta. Paco aparece el último. Su disfraz es de botella de Gran Duque de Alba Oro. Por un momento me pregunto cómo puede alguien emborracharse a base de un brandy que se vende a más de cien euros la botella, pero no digo nada. A cada cual lo suyo.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
Lo de disfrazarse está muy bien, pero no hacemos más que dar vueltas y más vueltas sin propósito por el garaje y estoy sudando como un cerdo dentro de mi traje de Dyc. Empiezo a marearme y la vista se me nubla y se llena de motitas negras. Me acerco a una de las sillas que tenemos dispuestas en círculo para las reuniones, pero con el traje es imposible sentarse.
—¿Estás bien, Óscar?
La pregunta llega a mí distorsionada, como si viniera de muy lejos.
Mi agobio se intensifica. No puedo estar sentado y no logro mantenerme en pie. Creo que estoy a punto de desmayarme.
Ya puedo ver los titulares en el periódico de mañana: “Hombre de cuarenta años y disfrazado de botella de Dyc muere de ataque al corazón en una reunión de alcohólicos anónimos”.
Me arranco el traje a manotazos, desgarrándolo hasta que no queda nada de él, mientras respiro el aire a bocanadas. Qué le den por saco al grupo, a los disfraces y a Paco. Sobre todo a Paco, a quien dirijo una última mirada antes de agarrar el pomo de la puerta.  
—Me voy al bar de enfrente. Necesito una copa.

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...