El papel de los regalos
Estos quince días de atrás los he pasado envolviendo regalos. Han sido quince
días de infierno. Quince días interminables de extender, alisar y plegar
papeles de regalo. He de decir que al aceptar la oferta de trabajo no imaginé
que esto sería así ni por asomo. Me vi a mí misma escogiendo el envoltorio
perfecto para cada obsequio, tomándome mi tiempo en hacer los dobleces de rigor
y poner los celos como dios manda, bien colocados y en su sitio. Con cariño,
con mimo. En mi mente, yo era el Melchor, el Baltasar y el Gaspar de todas las
personas del mundo. Haría feliz a los clientes que, en pago a mi buen hacer, me
deleitarían con sonrisas y palabras amables.
Y un cuerno. Durante estos quince días de trabajo,
solo he recibido insultos e imprecaciones. Que si el papel está arrugado, que
mejor otro envoltorio, que el que he escogido es muy feo, que si parezco tonta
poniendo tanto celo por todos lados como si se fuera a acabar el mundo, que si
esto y que si lo otro. De sonrisas, nada, por supuesto. Y las palabras amables
se les han debido atragantar a los clientes con las uvas de Nochevieja porque a
mí no me han dedicado ni una. Ni una.
Así que hoy, seis de enero, me he levantado
especialmente pronto, como cuando era niña. Estaba tan dormida que me he
golpeado un pie con el baúl y he pretendido cruzar la puerta por el marco. Mi
única meta era llegar hasta el salón de la casa, al árbol de Navidad bajo el
que había amorosamente dispuestos un buen puñado de regalos para mis hijos y
los hijos de mis hermanas y hermanos. Todos envueltos en preciosos papeles de
regalo de todos los colores que se pueda imaginar. Todos ordenados y listos
para ser abiertos.
Me he sentado frente al árbol y he roto el papel
de todos los regalos con ira feroz. Sistemáticamente y sin descanso. Con las
uñas, a mordiscos y, en medio de mi desesperación, hasta con un abrecartas, en
una lucha frenética porque no quedara ni un solo envoltorio entero.
Los niños me han encontrado en mitad de una lluvia
de confeti fabricado de papel de regalo, los juguetes, muñecas, juegos, libros
y discos de música esparcidos por el suelo (alguno, tal vez, un poco maltratado
por mis dientes, mis uñas y el abrecartas).
En mi defensa, solo repetiré que han sido quince
días de infierno, de tortura lenta y angustiosa, de un sufrimiento atroz. Llámenlo
enajenación, locura pasajera, trauma o lo que ustedes consideren. Pero no he
sido más feliz en este tiempo que esta mañana, cuando destrozaba con placer
salvaje el envoltorio de todos los regalos de Reyes.