Seguidores

Mostrando entradas con la etiqueta reto. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reto. Mostrar todas las entradas

viernes, 3 de abril de 2020

13/52 relatos Un personaje se despierta con una cicatriz enorme y no sabe cómo se la ha hecho. Haz que recupere sus recuerdos durante el relato hasta que al final descubra la verdad.

Cicatrices

Cuando despertó, la cicatriz estaba allí. Amplia, profunda, de color rosado. Cruzaba el brazo en vertical, desde el revés de la muñeca hasta la flexura del codo. Desconocía cómo había llegado hasta ahí y, al tratar de hacer memoria, los eventos del día anterior se le presentaron borrosos, como en una nebulosa. Solo recordaba haber tomado el tren hasta la sierra como hacía cada viernes al terminar el trabajo. Y después, nada. Un fundido en negro.
Se levantó y desayunó en el jardín como acostumbraba. Después, regó los arriates y limpió las hojas caídas de los frutales. No volvió a pensar en la cicatriz que palpitaba dolorosamente en su brazo hasta más tarde, mientras comía.
Hacia las seis de la tarde, se dirigió al centro del pueblo, al bar donde jugaba al dominó cada sábado. Encontró al resto de parroquianos sentados a la mesa, aguardando su llegada. No le sorprendió comprobar que todos ellos lucían una cicatriz idéntica a la suya.
—¿Alguien recuerda…? —comenzó, pero se interrumpió al ver cómo negaban con un gesto de cabeza.
Jugaron al dominó y a la brisca hasta la noche, cuando cambiaron las copitas de brandy por las de whisky y las conversaciones de juego por las de fútbol y mujeres.
Solo al regresar a casa de madrugada, recordó.
Recordó el sábado anterior, aquella idea peregrina que había revoloteado en su cabeza y que trasladó al resto de los amigos, aquella idea que era más broma que decisión.
Y recordó la noche en que, en la estación de tren, un hombre trajeado y tocado con bombín se le acercó, sajó el envés de su brazo y le robó el alma.

sábado, 21 de marzo de 2020

12/52 relatos Escribe una historia sobre una primera cita en una pescadería

La larga espera




A las diez en punto salimos a hacer la compra. Primero al carnicero, después a la frutería. Una parada en la pescadería antes de coger el pan y regresar a casa. Odio ir de compras. Siempre me toca esperar fuera. Excepto en la pescadería. Ramón nunca pone impedimentos a mi presencia en su local y allí los olores embriagan, se cuelan en las fosas nasales, acarician el alma.
—Vaya tufo tienes aquí, Ramón —dice Lola.
Aroma a besugo, olor a sardina fresca. El salmón está un poco pasado.
—Es el salmón, creo —contesta Ramón, encogiéndose de hombros—. Ahora lo retiro.
Lola compra víveres para un regimiento. Un par de doradas, tres lubinas, medio kilo de sardinas, cuatro lenguados y un pulpo.
Yo agito la cola con energía por ver si cae algo.
—Para ti unas cabezas de trucha.
Ramón me las lanza desde detrás del mostrador y yo agito la cola aún más rápido en señal de agradecimiento.
Estoy deleitándome con una cabeza de trucha especialmente sabrosa cuando siento una presencia a mi derecha.
Me giro.
Y me encuentro de frente con el ser más hermoso que he visto nunca. Una perrita salchicha de pelo rizado, como el mío, con dos ojos como dos carbones y unas patas cortitas y elegantes.
—¡Vámonos, Tigre! —me grita Lola, ajena a la presencia del ser de ensueño.
Me hago el remolón un instante, pero no hay nada que hacer cuando ella tira de mi correa con gesto enérgico y me arrastra fuera del local sin miramientos.
El ser mágico devora los restos de pescado que he dejado abandonados sobre el suelo y yo no puedo hacer más que mirarla.
—¡Vendré la semana que viene! ¡A la misma hora del mismo día! —grito, aunque mi voz suena estrangulada—. ¡Espérame!
Ella se gira y me dirige una mirada breve, sin decir nada.
La semana es un horror, larga como el invierno y aburridísima. Aguardo con impaciencia que lleguen las diez del martes para acudir a mi cita con la perrita salchicha que se ha colado en mis sueños y a la que no sé expulsar de mi cabeza.
Cuando al fin llega el día, me acicalo, agarro la correa con los dientes y acudo donde Lola.
—¿Ya es hora de salir? —pregunta, la cabeza hundida en un montón de recibos—. No sé, no sé. Este mes vamos un poco justos de dinero. Quizá podamos tirar con lo que hay congelado.
Le doy con el morro en las manos y le acercó la correa. Ni hablar. Hoy vamos a la pescadería como que llamo Tigre.
—Bueno —cede, al fin—. Vamos a dar una vuelta y me lo pienso.
Todo el trayecto me lo paso tirando como un loco. Solo tengo un objetivo en mente: la pescadería. Mis patas, mi cuerpo, mis orejas y mi lengua, todos se inclinan en la misma dirección. Y tiro. Tiro de la correa, porque no tengo otra manera de decirle a Lola que tengo una cita y que no me puedo permitir no estar allí a la hora.
Llegamos al fin.
El local está vacío.
Mi amada no está allí.
Siento que la tierra se hunde bajo mis patas, que un terremoto me sacude el corazón y un huracán me alza y me golpea.
Me dejo caer sobre el suelo, abatido.
—¿Qué le pasa hoy a Tigre? Se le ve un poco alicaído—dice Ramón.
Lola bufa.
—Me ha traído hasta aquí como si no hubiera nada más en este mundo. Vengo sudando.
Ramón me lanza unas colas de pescado, pero ni siquiera eso consigue alegrarme.
Continúo en la misma posición, desmadejado sobre el suelo.
Y de pronto, un olor. Una fragancia conocida que se me cuela en la garganta.
Me incorporo.
Ahí está mi ángel, la perrita salchicha de mis sueños. Mi condena.
—¿Y esa perrita tan maja? —dice Lola.
—De mi hijo. Se ha marchado unos días a la playa y la ha dejado conmigo. Se llama Tila.
Tila. Paladeo su nombre entre los dientes, saboreando la textura de sus letras.
Acerco mi morro a sus orejas.
¡Y me muerde!
¡Me ha mordido!
Tal y como aparece, se marcha. Sin mirar atrás, sin un adiós o un hasta luego, dejándome el corazón roto y el morro con un reflejo de colmillos.
—Vámonos, Tigre, que creo que no le gustas —ríe Lola.
Abandonamos la pescadería, mi dueña con algunas bolsas menos de las que acostumbra, yo con el rabo entre las piernas.
A partir de ahora, esperaré fuera.

jueves, 12 de marzo de 2020

11/53 relatos Escribe un relato distópico sobre un grupo de supervivientes a un apocalipsis causado por dioses hindúes.

La partida de los dioses



Lo tenemos todo preparado. El tablero, las fichas, los billetes y las tarjetas.
Vishnu ha escogido el dedal, Shiva el sombrero, Kali el perrito, como siempre hace, y yo el coche. Es hora de dar comienzo a la partida de Monopoly.
El inicio es lento. Nos lleva varias rondas hacernos con dinero suficiente como para comprar calles y alguna casa. Kali tiene tan mala suerte que cae dos veces seguidas en la cárcel y pierde todo su dinero prácticamente de inmediato. Es entonces cuando empieza a hacer trampas. Yo estoy acostumbrado a ello. Francamente, ¿cuándo no las hace? Sus muchos brazos se mueven a tal velocidad que resulta imposible seguir sus acciones. Como estoy algo aburrido, no digo nada. Quizá debería haberlo hecho porque, cuando Vishnu se percata de lo que está ocurriendo, estalla la tercera guerra mundial. Literalmente.
—¡Eres una tramposa! —le grita. Está tan alterado que su cuerpo se transforma en rápida sucesión, cambiando de Rama a Krisna para, finalmente, adoptar la forma de Varaha.
—¿Trampas, yo? —Kali se hace la indignada, aunque no entiendo por qué. Todos la hemos visto coger dinero de la banca mientras creía que nadie miraba.
El enfado hace que sus brazos se multipliquen de cuatro a diez a velocidad de vértigo.
—Vamos a calmarnos —susurro, con un movimiento de trompa leve, levísimo.
Nadie está escuchándome.
Las cosas se calientan rápidamente. Uno de los brazos de Kali golpea los montoncitos de dinero de la banca, que vuelan hacia el suelo en desorden. Otro brazo arroja mi coche y el dedal fuera del tablero. Un tercero las casas y los hoteles. Un cuarto las tarjetas. Lo último es el tablero, que Kali sostiene en el aire unos segundos antes de tirarlo con furia.
—Joder, Kali. Vaya genio.
—Eso por llamarme tramposa —replica, toda digna.

En la tierra es hora punta e hileras de coches se agolpan en las arterias principales de las ciudades más importantes. Algunos conductores se emplean a fondo en aporrear las bocinas de sus vehículos, mientras otros se gritan improperios y hacen gestos obscenos con las manos. Todo se detiene cuando una lluvia de billetes empieza a caer del cielo. Las puertas de los coches se abren y sus ocupantes se lanzan como hienas a la carretera, llenándose los brazos y bolsillos con tantos billetes como pueden.
La escena se repite en todo el mundo.
Horas después y, sin que las autoridades hayan logrado dar respuesta a la inesperada tormenta de dinero, se producen los primeros desastres.
Estados Unidos, Canadá y Méjico desaparecen del mapa, borrados por lo que parece un dedal de tamaño descomunal. Asia, Australia y una parte importante de Europa sufren la misma fortuna, aunque en esta ocasión es un coche el que opera la desgracia. Un coche tan gigantesco como lo era el dedal.
Lo que queda del mundo es rápidamente arrasado por casitas y hoteles del tamaño de asteroides.
Solo queda en pie un pedacito de España.
Y en ese pedacito, ocho supervivientes que, apiñados los unos junto a los otros, se abrazan las rodillas y gimen y lloran.
—¿Y ahora qué?
Carmen es la primera en reaccionar. Se levanta y mira en derredor. Todo ha desaparecido. Tan solo quedan tres o cuatro calles rodeadas de mar. Ni siquiera hay playa. Solo agua embravecida que lame las aceras, a punto de engullirlas.
Carlos la mira como si viera un fantasma.
—Yo qué sé. Es el apocalipsis. Tendremos que intentar sobrevivir, ¿no?
—Sobrevivir —ríe Marta—. ¿Para qué? ¡Si no hay nada!
Ahí lleva razón.
Mientras piensan en cómo abordar la situación y en cómo sobrevivir a la destrucción total del mundo, el cielo cae sobre sus cabezas en forma de tablero de Monopoly.  

sábado, 7 de marzo de 2020

10/52 relatos Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato.

Alcohólicos anónimos



En esta ocasión, la reunión de alcohólicos anónimos tiene lugar a las seis. Se nos ha pedido que acudamos disfrazados de la bebida que más nos tienta, así que camino por las calles de Madrid envuelto en un plástico con forma de botella de whisky Dyc, sintiéndome como un gilipollas mientras la gente me mira, me señala y se ríe. No. No es carnaval. Tampoco es Halloween. Voy disfrazado de botella porque sí, porque Paco lidera nuestro grupo y, de vez en cuando, tiene estas ideas brillantes.
Llego al garaje del chalet donde, semana tras semana, quedamos para compartir nuestras muchas penas y bañarlas en fondues de queso o chocolate para no tener que hacerlo en el alcohol.
—¿Qué hay, Jorge?
Va disfrazado con un traje de botella de pacharán y tengo que ahogar una risa al verlo vestido de esa forma. Si es que lo sabía. Es un flojito. Siempre supe que nos mentía cuando decía que, en tiempos, podía beber hasta veinte vasos de vodka a palo seco sin caerse redondo.
—Esto está como muerto, tío —me dice, las mejillas encarnadas—. ¿Dónde están los demás?
Me encojo de hombros.
—Ni idea.
El resto de los miembros de nuestro grupo van llegando en un goteo lento pero constante. Laura vestida de botella de ron Cacique, Juan con un traje de cerveza Mahou y Sara de absenta. Paco aparece el último. Su disfraz es de botella de Gran Duque de Alba Oro. Por un momento me pregunto cómo puede alguien emborracharse a base de un brandy que se vende a más de cien euros la botella, pero no digo nada. A cada cual lo suyo.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
Lo de disfrazarse está muy bien, pero no hacemos más que dar vueltas y más vueltas sin propósito por el garaje y estoy sudando como un cerdo dentro de mi traje de Dyc. Empiezo a marearme y la vista se me nubla y se llena de motitas negras. Me acerco a una de las sillas que tenemos dispuestas en círculo para las reuniones, pero con el traje es imposible sentarse.
—¿Estás bien, Óscar?
La pregunta llega a mí distorsionada, como si viniera de muy lejos.
Mi agobio se intensifica. No puedo estar sentado y no logro mantenerme en pie. Creo que estoy a punto de desmayarme.
Ya puedo ver los titulares en el periódico de mañana: “Hombre de cuarenta años y disfrazado de botella de Dyc muere de ataque al corazón en una reunión de alcohólicos anónimos”.
Me arranco el traje a manotazos, desgarrándolo hasta que no queda nada de él, mientras respiro el aire a bocanadas. Qué le den por saco al grupo, a los disfraces y a Paco. Sobre todo a Paco, a quien dirijo una última mirada antes de agarrar el pomo de la puerta.  
—Me voy al bar de enfrente. Necesito una copa.

sábado, 29 de febrero de 2020

9/52 relatos Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.


La casa



Allí habitaban los fantasmas. Habitaba también una manada de jirafas que, al cerrar las persianas del salón, atravesaba la casa en desordenada estampida. Juro que las vi muchas veces, cuando insomne y vestida con pijama de franela, me acercaba a espiarlas desde el largo pasillo.
Mis padres nunca las vieron. No vieron a las jirafas ni tampoco a los fantasmas. Pero los fantasmas eran parte de la casa lo mismo que lo eran ellos. Lo mismo que lo era yo. Lo mismo que lo eran las jirafas.
A veces los fantasmas susurraban, escondidos en las paredes o desde debajo de mi cama. Hablaban mucho, todo el tiempo, pero siempre en susurros para no despertarnos.
A mí, que no me extrañaba lo de las jirafas o lo de los fantasmas por estar acostumbrada a ellos, no me asustaban. Solo me preocupaba encontrar a unos seres pequeñitos que aparecían en el televisor cada tarde, en un programa de dibujos. El tema llegó a obsesionarme tanto que dejé de ir al colegio con tal de encontrarlos. En aquel programa insistían en que vivían con nosotros, en que se escondían en cualquier lugar: quizá en el ojo de una aguja, o tal vez en las gotas de agua que quedaban en el seno del fregadero tras cerrar el grifo, en las motas de polvo que cubrían el lomo de los libros o sobre las palabras apenas pronunciadas cuando atravesaban el aire.
Jamás los vi.
Creo que el día en que me rendí y dejé de buscarlos, empecé a parecerme a mis padres. Dejé de oír a los fantasmas y vi, por vez última, cómo el rebaño de jirafas se lanzaba a la carrera y abandonaba la casa.
Una semana después, nos mudamos.  

domingo, 23 de febrero de 2020

8/52 relatos Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo

Este relato fue seleccionado como finalista en el último certamen de "El folio en blanco". No tengo muy claro si sigue el arco emocional de Edipo, pero aquí está. (Sí, he hecho un poco de trampas y no lo he escrito esta semana, pero es que ando hasta arriba).

El fumador exiliado


Lo cierto era que no esperaba que Elena me llamara aquella tarde. Sí, de acuerdo, me había hecho algunas ilusiones y fantaseaba despierto imaginando lo que le diría [y lo que ella me diría] si aquella llamada llegara a realizarse. Pero esperanzas como tal…. No. Me llamó a eso de las siete de la tarde y quedamos una hora después en una cafetería que linda con la catedral y desde donde hay unas vistas maravillosas del frontón – aunque últimamente es difícil ver nada con la cantidad de turistas que se apelotonan por los alrededores, por todas partes, como una plaga infecta de mosquitos.
Como decía, quedamos a las ocho. Nunca he sido demasiado presumido y mis conocimientos sobre moda se limitan a lo que veo en las tiendas de ropa de camino al trabajo y de vuelta a casa, así que me enfundé unos pantalones vaqueros gastados, que por lo visto son más molones porque son alternativos o algo parecido, me puse una camiseta azul y salí de casa. Eso sí, antes me rocié bien con el perfume más caro que tengo y me embadurné con un desodorante que aseguran que vuelve locas a las mujeres [lo cual está por ver, ya que hasta la fecha a mí no me ha funcionado].
Cuando abandoné mi casa serían las siete y media, minuto arriba, minuto abajo. Caminé despacio, pensando en todo lo que quería decirle a Elena, en cómo lo diría, en cómo la miraría mientras se lo decía. Repasé mentalmente cada una de las palabras, porque no quería dejarme nada en el tintero y arrepentirme después de haberme callado u olvidado algo importante. Llegué al punto de encuentro cuando todavía faltaba cuarto de hora para nuestra cita. La cafetería estaba ya bastante llena y la terraza, imposible, así que pedí una cerveza fresquita para aliñar la espera y unas aceitunas para acompañar y esperé junto a la puerta de entrada, apoyado en uno de esos barriles que siempre están rodeados por fumadores exiliados. Yo no fumo, aunque a veces me gustaría, porque hay ocasiones en que no sé qué hacer con las manos. No sé dejarlas quietas y, sin que me percate, hacen unos aspavientos de lo más extraño ellas solas, como si tuvieran vida propia. En cualquier caso, allí estaba yo, repitiéndome una y otra vez todo lo que tenía pensado decirle a Elena, cómo lo diría [y lo que me diría ella], cuando la divisé a lo lejos, con un vestido precioso de tirantes, igual que cuando tenía quince años y pensábamos que nos comeríamos el mundo. Había adelgazado un poco y sus caderas, antes rebosantes y hermosas, se veían algo insípidas en aquella nueva delgadez. Has llegado pronto, me dijo, y me estampó dos besos en las mejillas – no dos en cada una, se entiende, sino uno en cada lado de la cara, como es habitual – y después se quedó así, muy quieta, parada y sin mirarme, como si le hubiese invadido un miedo repentino o algo en mí [o en ella] le hubiese avergonzado. Ya sabes que me gusta la puntualidad, repuse con una voz muy digna, tratando de emular aquella que a Bogart le salía sin esfuerzo en las películas en blanco y negro con guión de Hammett o de Marlowe. Estás más delgada, precisé y aproveché la coyuntura para deslizar una mirada por su cuerpo. Ya... ¿Ya?, pensé. No supe dilucidar si ella había interpretado mi comentario como un piropo o un insulto, así que decidí que lo mejor era regresar al diálogo pautado en mi cabeza. Tenía muchas ganas de verte, comencé. Sólo dije esas cinco palabras y permanecí expectante, pero ella no hizo nada. No me miró. No contestó. Por todos los santos, ni siquiera se movió. Mi diálogo invisible había fracasado nada más ponerlo en marcha. Ella tenía que haber replicado algo como yo también, o qué bien estás o cuánto tiempo hacía que no nos encontrábamos y todo habría seguido a partir de ese punto, sin tropiezos. Y, sin embargo, allí estaba, en silencio, toda huesos y piel y sangre bombeando y nada. ¿No piensas hablarme? Puede que mis palabras sonaran más enfadadas que tentativas, y qué coño, lo cierto es que sí estaba algo enfadado con aquella actitud distante e indolente. Me marcho a Australia, susurró. Y, como si aquello no fuera suficiente, añadió [esta vez sí, mirándome a los ojos directamente, con aquellos ojos oscuros y profundos]: me llevo a los niños y por dios, cómprate unos vaqueros nuevos, que no tienes veinte años. Me tendió unos papeles perfectamente dispuestos en una carpetita azul con goma. Tienes que firmarlos.
Así que ya está, pensé. Me desinflé como un globo, solo que más rápido. Esto era todo. El encuentro, el gran sueño de recuperar a Elena, todos los preparativos, el desodorante que volvía locas a las mujeres y mi actitud interesante, todos frustrados por una carpeta azul con goma.
Sé que antes dije que no tenía esperanzas, no muchas al menos [quizá unas pocas].
Bien.
Mentía.
Cogí la dichosa carpetita y, de paso, sin quererlo, los papeles que encerraba, le di la espalda a Elena con un giro de caderas de película [ay, las caderas de Elena... qué idiota haber pensado que aquellas caderas de factura divina pudieran, algún día, ser insípidas], y pedí un cigarro al primer fumador exiliado que encontré. Después, me acodé sobre el barril y observé cómo el humo se anillaba en el aire y se desvanecía más tarde en pequeñas motas imperceptibles.
Lo reconozco. Estuve a punto de decir algo como siempre nos quedará París, o de todos los corazones del mundo, tuvo que romper el mío, o incluso algo más romántico del tipo nací cuando ella me besó, morí el día que me abandonó y viví el tiempo que me amó. A punto. De verdad.
Pero no lo hice. Ella ya se había marchado.
Además, seamos realistas, en estos tiempos que corren, Bogart no tendría ni de lejos el tirón de antes.
Y aquí estoy, acodado sobre un barril fumando un cigarrillo, mientras mis hijos y mi mujer [Elena, canalla, malvada... qué caderas] preparan su viaje a Australia. Aquí estoy buscando nuevos referentes de comportamiento [porque Bogart, creedme, no funciona] y probando la efectividad de una colonia que cuesta un riñón y de un desodorante que [esto es cierto, me lo han asegurado] vuelve locas a las mujeres.

domingo, 16 de febrero de 2020

7/52 relatos ¡La fantasía es la protagonista! Esta semana escribe un relato de este género

El otro mundo



El día en que a mi hermana le diagnosticaron leucemia, aquel armario empotrado se convirtió en mi refugio.
Allí dentro podía ser lo que yo quisiera. Podía transformar mi mundo en un cascarón de luz y esperanza en la que no irrumpiera el ruido. El interior de aquel armario se volvía en ocasiones nave espacial con la que viajar a lugares desconocidos y planetas inexplorados, con la que atravesar agujeros de gusano hechos de sombra y transgredir las leyes físicas del espacio y el tiempo para encontrarme con los seres que mi imaginación preñaba. Era también aquel armario, a veces, fuerte tras cuyas puertas oponer resistencia al enemigo y orquestar batallas imposibles. Era torreón de castillo medieval y faro en mar picado. Era bastión y tienda de campaña donde regalarse un sueño.
Afuera el universo gemía, se contraía de dolor, se oscurecía y agrietaba.
Dentro era la calma.
Aquel era mi mundo. El de dentro. El de fuera pertenecía a los otros y yo no tenía el valor suficiente para saber encararlo.
En aquella época mi consciencia registraba el pulso fatigado de los días como solo puede hacerlo la consciencia de un niño. Enfrentaba la realidad, que llegaba a mí fragmentada y deshilachada, con la fantasía. Cuando el ambiente se tornaba opresivo, yo huía a aquel armario y me encerraba en él. Nunca me he sentido más a salvo que entonces, parapetada en la seguridad de aquellas puertas correderas que, al cerrarse, se convertían en mi consuelo.
Ocurría a menudo.
Ocurría en las noches de lluvia que se contagiaban de las lágrimas de mi madre.
Ocurría en las mañanas grises que aullaban desesperanza.
Sin tregua, en días de diario, con salidas en coche a deshora hacia el hospital o en fines de semana o vacaciones.
Allí dentro era la paz.
Y, cuando mi hermana murió, dejé de estar en el mundo para habitar el otro, el de dentro, el que solo yo conocía.
Han pasado muchos años desde entonces. Desconozco cuántos. Supongo que soy lo suficientemente adulta como para trabajar, aunque no tanto como para tener canas o arrugas. No sé lo que aguarda afuera. Aquí tengo cuanto necesito. En ocasiones me tienta el recuerdo y la añoranza de mis padres, de aquello que perdí y me planteo volver. Cuando eso ocurre, un dragón que amenaza a alguna de las poblaciones de mi mundo, o una batalla espacial entre facciones en guerra, reclaman mi atención y olvido que, al otro lado de las puertas de madera de un armario, mi familia sigue esperando mi regreso.

jueves, 30 de enero de 2020

5/52 relatos. Tu relato debe ser space opera y hablar sobre una travesía por diferentes planetas


Diario de la Santa María




Día 1
Iniciamos la travesía a bordo de la Santa María con la intención de recoger y catalogar muestras de la fauna, flora y minerales presentes en los siete planetas circumbinarios que integran la galaxia HJ6543-64.
Otras dos naves, la Niña y la Pinta, abandonan la estación al mismo tiempo que nosotros, aunque con objetivos distintos.
Nuestra tripulación está constituida por cinco miembros: Gracia, la ingeniera, Alberto, nuestro explorador y encargado de recoger las muestras, Rafa, el mecánico, Laura, la jefa de radio y yo misma, Irene, capitana a los mandos de este montón de chatarra que la OEVE, Organización para el Estudio de Vida Extraterrestre, ha considerado a bien cedernos.  

Día 19
Aterrizamos en G2-3645, un planeta con características similares a las de la Tierra, donde la vegetación carece de color. Todas las plantas son grises o negras. Las hay inmensas, del tamaño de rascacielos. Descubrimos pronto que son, además, agresivas. Mucho. Algunas disponen de espinas gigantescas que, como lanzas, arrojan sobre cualquier cosa que se les aproxime. Es así como perdemos a Alberto.

Día 48
G2-3647. Sin Alberto para recoger las muestras, es Laura quien toma el relevo. El planeta en el que nos encontramos está helado. No parece que nada ni nadie lo habite. Descorazonados, decidimos abandonarlo sin demora para encaminarnos al siguiente.

Día 54
Hemos perdido nuestro sistema de propulsión cuando nos dirigíamos a G2-3643. Los intentos de Laura de contactar por radio resultan infructuosos. Estamos solos, flotando en el espacio, sin posibilidad de llegar a ninguna parte, sin puerto en el que amarrar o tierra a la vista.

Día 55
No estamos solos. Unos pequeños seres verdes de largos brazos y paticortos han irrumpido en el puente de mando mientras tratábamos de comunicarnos por radio, una vez más, sin éxito. Son molestos, chillones y no dejan de dar brincos por toda la nave. Por lo demás, parecen inofensivos. Desconocemos de dónde vienen o en qué momento se han colado en la Santa María. Uno de ellos, que parece ser el jefe, permanece junto a mí todo el tiempo. Hace ruidos extraños como si tratara de comunicarse conmigo. Por supuesto, no entiendo una palabra.

Día 62
Los trotanaves, como hemos decidido apodarlos, parecen multiplicarse sin remedio. Si hace una semana eran apenas seis o siete, ahora podemos contarlos por decenas. Gracia, la ingeniera, parece haber hecho buenas migas con ellos. Les hace gestos y ellos saltan, al parecer muy contentos y le contestan con otros gestos parecidos mientras se desternillan de la risa.

Día 85
Los trotanaves ocupan ya casi todo el espacio físico de la nave. Se hace difícil caminar sin pisarlos y temo que en algún momento se nos amotinen por las penosas condiciones en que viajamos: hacinados, sin apenas víveres y con servicios sanitarios y de higiene más que deficientes.

Día 92
He perdido a mi tripulación. Desconozco si mis compañeras están vivas o muertas porque no hay manera de encontrarlas. Sería como hallar una aguja en un pajar, o a tres humanas entre miles de millares de trotanaves. El jefe de estos hombrecillos verdes insiste en hacerme observar unos gráficos que no entiendo en la pantalla del puente de mando. Parecen algún tipo de construcción sencilla, dios sabe con qué objetivo.

N. del E. El Diario de la Santa María fue encontrado en el planeta G2-3641 por una expedición liderada por el británico Chris Tobald Locon en el año 3521. También se encontró una construcción fabricada en metal (al parecer con los restos de alguna nave) y de factura claramente humana, que sirvió como base para el primer asentamiento terrestre de la galaxia HJ6543-64. Nunca se supo qué fue de la Santa María ni de su tripulación. No se sabe nada tampoco de la existencia de hombrecillos verdes saltarines. En la actualidad, se atribuye su presencia en el diario de a bordo de la capitana Irene Juncosa al delirio de una mente enferma.

jueves, 23 de enero de 2020

4/52 relatos Haz un relato que ocurra durante el Año Nuevo Chino


El año de la rata


Tengo una rata en casa. No sé dónde se esconde, pero la oigo moverse a hurtadillas y, a veces, cuando me levanto de noche para ir al cuarto de baño, creo ver una cola larga y calva volver la esquina y desaparecer tras la estantería.
Ayer la cosa fue a más. Mientras me echaba una siesta, me pareció oír una vocecilla aguda. Repetía sin cesar las mismas palabras: este es mi año, este es mi año. Una y otra vez la misma cantinela. Y después: les voy a dar al gallo y al dragón en las narices.
No sé si es que yo me he vuelto loca, porque nadie vive en casa conmigo salvo mi gata (y la rata) y el piso de arriba lleva vacío desde que los vecinos decidieron que la zona de Usera se ha vuelto demasiado complicada para dos ancianos octogenarios como ellos.
Sea lo que sea, la única explicación que tengo para las voces es que la dichosa rata hable. Ya, ya sé que las ratas no hablan. Pero tal vez es que esta es especial. A lo mejor es que es china. A lo mejor es que es la rata del horóscopo, la de verdad. O quizá es que, con tanta celebración, tanto farolillo y tanta pancarta promocionando el nuevo año e informando constantemente de que este es el año de la rata, el ejemplar que tengo en casa se ha pensado que hablan de ella y se ha emocionado.
Esta mañana, mientras me daba una ducha, he vuelto a oír las voces. Esta vez, sin embargo, tenían un cariz distinto. Menos agudo. Más solemne. Decían: yo soy el dragón, la autoridad imperial. Todos los años son el mío.
Estoy preocupada de verdad. Oír una voz que repite las mismas palabras sin descanso ya es, de por sí, alarmante. Oír dos voces diferentes que se empeñan en hacer de este 2020 su año con tal vehemencia es harina de otro costal.
No sé cuánto tiempo he pasado buscando a la rata.
Cuando lavaba los platos de la noche anterior, he visto un movimiento veloz, más rápido que un parpadeo, atravesar la cocina.
—¡La rata! —he gritado.
Pero no. Era mi gata. Y en su boca, cola y cabeza colgando a ambos lados de sus fauces entreabiertas, la rata.
No tengo explicación para lo sucedido después.
He oído de nuevo, en esta ocasión con claridad sorprendente, esa voz solemne y grave. ¿Qué se habrá creído la rata esta? Poder con un dragón como yo o un gallo como mi dueña. Pfff.
Era mi gata.
Mi gata.
He atado cabos rápidamente. Nació en el 2012 que, efectivamente es el año del dragón. Yo nací en el 81 que, si mis cálculos no fallan, es el año del gallo. Y la rata… La rata era una rata. Solo espero que no sea la del zodiaco chino, la de verdad, porque si no mi gata dragón se acaba de cargar el Año Nuevo.

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...