Seguidores

Mostrando entradas con la etiqueta arco emocional de Edipo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta arco emocional de Edipo. Mostrar todas las entradas

domingo, 23 de febrero de 2020

8/52 relatos Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo

Este relato fue seleccionado como finalista en el último certamen de "El folio en blanco". No tengo muy claro si sigue el arco emocional de Edipo, pero aquí está. (Sí, he hecho un poco de trampas y no lo he escrito esta semana, pero es que ando hasta arriba).

El fumador exiliado


Lo cierto era que no esperaba que Elena me llamara aquella tarde. Sí, de acuerdo, me había hecho algunas ilusiones y fantaseaba despierto imaginando lo que le diría [y lo que ella me diría] si aquella llamada llegara a realizarse. Pero esperanzas como tal…. No. Me llamó a eso de las siete de la tarde y quedamos una hora después en una cafetería que linda con la catedral y desde donde hay unas vistas maravillosas del frontón – aunque últimamente es difícil ver nada con la cantidad de turistas que se apelotonan por los alrededores, por todas partes, como una plaga infecta de mosquitos.
Como decía, quedamos a las ocho. Nunca he sido demasiado presumido y mis conocimientos sobre moda se limitan a lo que veo en las tiendas de ropa de camino al trabajo y de vuelta a casa, así que me enfundé unos pantalones vaqueros gastados, que por lo visto son más molones porque son alternativos o algo parecido, me puse una camiseta azul y salí de casa. Eso sí, antes me rocié bien con el perfume más caro que tengo y me embadurné con un desodorante que aseguran que vuelve locas a las mujeres [lo cual está por ver, ya que hasta la fecha a mí no me ha funcionado].
Cuando abandoné mi casa serían las siete y media, minuto arriba, minuto abajo. Caminé despacio, pensando en todo lo que quería decirle a Elena, en cómo lo diría, en cómo la miraría mientras se lo decía. Repasé mentalmente cada una de las palabras, porque no quería dejarme nada en el tintero y arrepentirme después de haberme callado u olvidado algo importante. Llegué al punto de encuentro cuando todavía faltaba cuarto de hora para nuestra cita. La cafetería estaba ya bastante llena y la terraza, imposible, así que pedí una cerveza fresquita para aliñar la espera y unas aceitunas para acompañar y esperé junto a la puerta de entrada, apoyado en uno de esos barriles que siempre están rodeados por fumadores exiliados. Yo no fumo, aunque a veces me gustaría, porque hay ocasiones en que no sé qué hacer con las manos. No sé dejarlas quietas y, sin que me percate, hacen unos aspavientos de lo más extraño ellas solas, como si tuvieran vida propia. En cualquier caso, allí estaba yo, repitiéndome una y otra vez todo lo que tenía pensado decirle a Elena, cómo lo diría [y lo que me diría ella], cuando la divisé a lo lejos, con un vestido precioso de tirantes, igual que cuando tenía quince años y pensábamos que nos comeríamos el mundo. Había adelgazado un poco y sus caderas, antes rebosantes y hermosas, se veían algo insípidas en aquella nueva delgadez. Has llegado pronto, me dijo, y me estampó dos besos en las mejillas – no dos en cada una, se entiende, sino uno en cada lado de la cara, como es habitual – y después se quedó así, muy quieta, parada y sin mirarme, como si le hubiese invadido un miedo repentino o algo en mí [o en ella] le hubiese avergonzado. Ya sabes que me gusta la puntualidad, repuse con una voz muy digna, tratando de emular aquella que a Bogart le salía sin esfuerzo en las películas en blanco y negro con guión de Hammett o de Marlowe. Estás más delgada, precisé y aproveché la coyuntura para deslizar una mirada por su cuerpo. Ya... ¿Ya?, pensé. No supe dilucidar si ella había interpretado mi comentario como un piropo o un insulto, así que decidí que lo mejor era regresar al diálogo pautado en mi cabeza. Tenía muchas ganas de verte, comencé. Sólo dije esas cinco palabras y permanecí expectante, pero ella no hizo nada. No me miró. No contestó. Por todos los santos, ni siquiera se movió. Mi diálogo invisible había fracasado nada más ponerlo en marcha. Ella tenía que haber replicado algo como yo también, o qué bien estás o cuánto tiempo hacía que no nos encontrábamos y todo habría seguido a partir de ese punto, sin tropiezos. Y, sin embargo, allí estaba, en silencio, toda huesos y piel y sangre bombeando y nada. ¿No piensas hablarme? Puede que mis palabras sonaran más enfadadas que tentativas, y qué coño, lo cierto es que sí estaba algo enfadado con aquella actitud distante e indolente. Me marcho a Australia, susurró. Y, como si aquello no fuera suficiente, añadió [esta vez sí, mirándome a los ojos directamente, con aquellos ojos oscuros y profundos]: me llevo a los niños y por dios, cómprate unos vaqueros nuevos, que no tienes veinte años. Me tendió unos papeles perfectamente dispuestos en una carpetita azul con goma. Tienes que firmarlos.
Así que ya está, pensé. Me desinflé como un globo, solo que más rápido. Esto era todo. El encuentro, el gran sueño de recuperar a Elena, todos los preparativos, el desodorante que volvía locas a las mujeres y mi actitud interesante, todos frustrados por una carpeta azul con goma.
Sé que antes dije que no tenía esperanzas, no muchas al menos [quizá unas pocas].
Bien.
Mentía.
Cogí la dichosa carpetita y, de paso, sin quererlo, los papeles que encerraba, le di la espalda a Elena con un giro de caderas de película [ay, las caderas de Elena... qué idiota haber pensado que aquellas caderas de factura divina pudieran, algún día, ser insípidas], y pedí un cigarro al primer fumador exiliado que encontré. Después, me acodé sobre el barril y observé cómo el humo se anillaba en el aire y se desvanecía más tarde en pequeñas motas imperceptibles.
Lo reconozco. Estuve a punto de decir algo como siempre nos quedará París, o de todos los corazones del mundo, tuvo que romper el mío, o incluso algo más romántico del tipo nací cuando ella me besó, morí el día que me abandonó y viví el tiempo que me amó. A punto. De verdad.
Pero no lo hice. Ella ya se había marchado.
Además, seamos realistas, en estos tiempos que corren, Bogart no tendría ni de lejos el tirón de antes.
Y aquí estoy, acodado sobre un barril fumando un cigarrillo, mientras mis hijos y mi mujer [Elena, canalla, malvada... qué caderas] preparan su viaje a Australia. Aquí estoy buscando nuevos referentes de comportamiento [porque Bogart, creedme, no funciona] y probando la efectividad de una colonia que cuesta un riñón y de un desodorante que [esto es cierto, me lo han asegurado] vuelve locas a las mujeres.

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...