Cicatrices
Cuando despertó, la cicatriz estaba allí. Amplia, profunda, de color rosado. Cruzaba el brazo en vertical, desde el revés de la muñeca hasta la flexura del codo. Desconocía cómo había llegado hasta ahí y, al tratar de hacer memoria, los eventos del día anterior se le presentaron borrosos, como en una nebulosa. Solo recordaba haber tomado el tren hasta la sierra como hacía cada viernes al terminar el trabajo. Y después, nada. Un fundido en negro.
Se levantó y desayunó en el jardín como acostumbraba. Después, regó los arriates y limpió las hojas caídas de los frutales. No volvió a pensar en la cicatriz que palpitaba dolorosamente en su brazo hasta más tarde, mientras comía.
Hacia las seis de la tarde, se dirigió al centro del pueblo, al bar donde jugaba al dominó cada sábado. Encontró al resto de parroquianos sentados a la mesa, aguardando su llegada. No le sorprendió comprobar que todos ellos lucían una cicatriz idéntica a la suya.
—¿Alguien recuerda…? —comenzó, pero se interrumpió al ver cómo negaban con un gesto de cabeza.
Jugaron al dominó y a la brisca hasta la noche, cuando cambiaron las copitas de brandy por las de whisky y las conversaciones de juego por las de fútbol y mujeres.
Solo al regresar a casa de madrugada, recordó.
Recordó el sábado anterior, aquella idea peregrina que había revoloteado en su cabeza y que trasladó al resto de los amigos, aquella idea que era más broma que decisión.
Y recordó la noche en que, en la estación de tren, un hombre trajeado y tocado con bombín se le acercó, sajó el envés de su brazo y le robó el alma.