La larga espera
A las diez en punto salimos a hacer la compra. Primero al carnicero, después a la frutería. Una parada en la pescadería antes de coger el pan y regresar a casa. Odio ir de compras. Siempre me toca esperar fuera. Excepto en la pescadería. Ramón nunca pone impedimentos a mi presencia en su local y allí los olores embriagan, se cuelan en las fosas nasales, acarician el alma.
—Vaya tufo tienes aquí, Ramón —dice Lola.
Aroma a besugo, olor a sardina fresca. El salmón está un poco pasado.
—Es el salmón, creo —contesta Ramón, encogiéndose de hombros—. Ahora lo retiro.
Lola compra víveres para un regimiento. Un par de doradas, tres lubinas, medio kilo de sardinas, cuatro lenguados y un pulpo.
Yo agito la cola con energía por ver si cae algo.
—Para ti unas cabezas de trucha.
Ramón me las lanza desde detrás del mostrador y yo agito la cola aún más rápido en señal de agradecimiento.
Estoy deleitándome con una cabeza de trucha especialmente sabrosa cuando siento una presencia a mi derecha.
Me giro.
Y me encuentro de frente con el ser más hermoso que he visto nunca. Una perrita salchicha de pelo rizado, como el mío, con dos ojos como dos carbones y unas patas cortitas y elegantes.
—¡Vámonos, Tigre! —me grita Lola, ajena a la presencia del ser de ensueño.
Me hago el remolón un instante, pero no hay nada que hacer cuando ella tira de mi correa con gesto enérgico y me arrastra fuera del local sin miramientos.
El ser mágico devora los restos de pescado que he dejado abandonados sobre el suelo y yo no puedo hacer más que mirarla.
—¡Vendré la semana que viene! ¡A la misma hora del mismo día! —grito, aunque mi voz suena estrangulada—. ¡Espérame!
Ella se gira y me dirige una mirada breve, sin decir nada.
La semana es un horror, larga como el invierno y aburridísima. Aguardo con impaciencia que lleguen las diez del martes para acudir a mi cita con la perrita salchicha que se ha colado en mis sueños y a la que no sé expulsar de mi cabeza.
Cuando al fin llega el día, me acicalo, agarro la correa con los dientes y acudo donde Lola.
—¿Ya es hora de salir? —pregunta, la cabeza hundida en un montón de recibos—. No sé, no sé. Este mes vamos un poco justos de dinero. Quizá podamos tirar con lo que hay congelado.
Le doy con el morro en las manos y le acercó la correa. Ni hablar. Hoy vamos a la pescadería como que llamo Tigre.
—Bueno —cede, al fin—. Vamos a dar una vuelta y me lo pienso.
Todo el trayecto me lo paso tirando como un loco. Solo tengo un objetivo en mente: la pescadería. Mis patas, mi cuerpo, mis orejas y mi lengua, todos se inclinan en la misma dirección. Y tiro. Tiro de la correa, porque no tengo otra manera de decirle a Lola que tengo una cita y que no me puedo permitir no estar allí a la hora.
Llegamos al fin.
El local está vacío.
Mi amada no está allí.
Siento que la tierra se hunde bajo mis patas, que un terremoto me sacude el corazón y un huracán me alza y me golpea.
Me dejo caer sobre el suelo, abatido.
—¿Qué le pasa hoy a Tigre? Se le ve un poco alicaído—dice Ramón.
Lola bufa.
—Me ha traído hasta aquí como si no hubiera nada más en este mundo. Vengo sudando.
Ramón me lanza unas colas de pescado, pero ni siquiera eso consigue alegrarme.
Continúo en la misma posición, desmadejado sobre el suelo.
Y de pronto, un olor. Una fragancia conocida que se me cuela en la garganta.
Me incorporo.
Ahí está mi ángel, la perrita salchicha de mis sueños. Mi condena.
—¿Y esa perrita tan maja? —dice Lola.
—De mi hijo. Se ha marchado unos días a la playa y la ha dejado conmigo. Se llama Tila.
Tila. Paladeo su nombre entre los dientes, saboreando la textura de sus letras.
Acerco mi morro a sus orejas.
¡Y me muerde!
¡Me ha mordido!
Tal y como aparece, se marcha. Sin mirar atrás, sin un adiós o un hasta luego, dejándome el corazón roto y el morro con un reflejo de colmillos.
—Vámonos, Tigre, que creo que no le gustas —ríe Lola.
Abandonamos la pescadería, mi dueña con algunas bolsas menos de las que acostumbra, yo con el rabo entre las piernas.
A partir de ahora, esperaré fuera.