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jueves, 23 de enero de 2020

4/52 relatos Haz un relato que ocurra durante el Año Nuevo Chino


El año de la rata


Tengo una rata en casa. No sé dónde se esconde, pero la oigo moverse a hurtadillas y, a veces, cuando me levanto de noche para ir al cuarto de baño, creo ver una cola larga y calva volver la esquina y desaparecer tras la estantería.
Ayer la cosa fue a más. Mientras me echaba una siesta, me pareció oír una vocecilla aguda. Repetía sin cesar las mismas palabras: este es mi año, este es mi año. Una y otra vez la misma cantinela. Y después: les voy a dar al gallo y al dragón en las narices.
No sé si es que yo me he vuelto loca, porque nadie vive en casa conmigo salvo mi gata (y la rata) y el piso de arriba lleva vacío desde que los vecinos decidieron que la zona de Usera se ha vuelto demasiado complicada para dos ancianos octogenarios como ellos.
Sea lo que sea, la única explicación que tengo para las voces es que la dichosa rata hable. Ya, ya sé que las ratas no hablan. Pero tal vez es que esta es especial. A lo mejor es que es china. A lo mejor es que es la rata del horóscopo, la de verdad. O quizá es que, con tanta celebración, tanto farolillo y tanta pancarta promocionando el nuevo año e informando constantemente de que este es el año de la rata, el ejemplar que tengo en casa se ha pensado que hablan de ella y se ha emocionado.
Esta mañana, mientras me daba una ducha, he vuelto a oír las voces. Esta vez, sin embargo, tenían un cariz distinto. Menos agudo. Más solemne. Decían: yo soy el dragón, la autoridad imperial. Todos los años son el mío.
Estoy preocupada de verdad. Oír una voz que repite las mismas palabras sin descanso ya es, de por sí, alarmante. Oír dos voces diferentes que se empeñan en hacer de este 2020 su año con tal vehemencia es harina de otro costal.
No sé cuánto tiempo he pasado buscando a la rata.
Cuando lavaba los platos de la noche anterior, he visto un movimiento veloz, más rápido que un parpadeo, atravesar la cocina.
—¡La rata! —he gritado.
Pero no. Era mi gata. Y en su boca, cola y cabeza colgando a ambos lados de sus fauces entreabiertas, la rata.
No tengo explicación para lo sucedido después.
He oído de nuevo, en esta ocasión con claridad sorprendente, esa voz solemne y grave. ¿Qué se habrá creído la rata esta? Poder con un dragón como yo o un gallo como mi dueña. Pfff.
Era mi gata.
Mi gata.
He atado cabos rápidamente. Nació en el 2012 que, efectivamente es el año del dragón. Yo nací en el 81 que, si mis cálculos no fallan, es el año del gallo. Y la rata… La rata era una rata. Solo espero que no sea la del zodiaco chino, la de verdad, porque si no mi gata dragón se acaba de cargar el Año Nuevo.

domingo, 19 de enero de 2020

3/52 relatos La aracnofobia es un miedo muy común. Haz que tu protagonista la padezca


Aracnofobia



Desde mi casa hay unas vistas estupendas. Se ve el Manzanares y el hormigueo de personas que pasea por su ribera, entremezclándose con bicicletas, perros y patines mientras las gaviotas planean sobre el agua.
Vivo en un tercero con dos habitaciones y un baño. Me gusta recorrer sin prisa cada espacio de la casa y demorarme en el salón, que es mi lugar favorito.
O quizá debería decir que lo era.
Llevo varios días atrapada en un hueco menudo a donde apenas llegan los rayos del sol, desde donde me es imposible contemplar el Manzanares o a las gaviotas. Acurrucada sobre mí misma, hecha un ovillo.
Si hay algo en el mundo que me aterra son las arañas. Es pensar en ellas y me entran escalofríos. Esas patas largas y peludas, ese cuerpecillo redondo y oscuro, esas miradas siempre hambrientas. No puedo evitar quedarme paralizada cuando veo a alguna, a lo lejos, aproximarse hacia mí. Empieza con un temblor que se instala en el estómago y asciende hasta mi boca, sacudiendo mi cuerpo como un terremoto. El final es siempre el mismo: grito y grito hasta quedarme afónica y caigo inconsciente, desmayada.
Puede parecer exagerado. Al fin y al cabo, las arañas son seres, en su mayoría y, al menos en España, inofensivos. De acuerdo. Me sé la teoría a la perfección. Sé que no debería reaccionar como lo hago, pero la realidad es que soy incapaz de no temblar, de no gritar o no desmayarme. Ante la visión de una araña, mi cuerpo se vuelve autónomo y mi cerebro poco menos que inútil.
El caso es que hay una araña en mi casa. No sé dónde está ahora mismo, pero está. Escondida en algún lugar inaccesible. Aguardando pacientemente. Tejiendo una red en torno a su escondite y al acecho.
Al quinto día de espera me vence el hambre. Abandono mi refugio y camino despacio hacia la cocina en busca de algo que llevarme a la boca. Me muevo con cuidado, alerta, no sea que la araña note mi debilidad y ataque ahora que estoy tan desprovista de defensas.
Entonces la veo.
Desciende por la pared a ritmo de vértigo.
Yo estoy paralizada.
Siento el temblor, la náusea y el grito.
Se detiene frente a mí.
Y habla.
—No sabía que había más arañas por aquí —dice.
Yo grito. Grito, grito, grito.
Sí, soy una araña con aracnofobia. ¿Y qué? No fui yo quien eligió ser lo que soy. Menos aún este temor irracional a los de mi misma especie.
Veo un rumor de patas largas y peludas, un cuerpecillo oscuro y redondo y una mirada hambrienta antes de que un velo se instale ante mis ojos.
Y me desmayo.

miércoles, 15 de enero de 2020

2/52 Relatos Escribe un relato que ocurra el día de Reyes




El papel de los regalos

Estos quince días de atrás los he pasado envolviendo regalos. Han sido quince días de infierno. Quince días interminables de extender, alisar y plegar papeles de regalo. He de decir que al aceptar la oferta de trabajo no imaginé que esto sería así ni por asomo. Me vi a mí misma escogiendo el envoltorio perfecto para cada obsequio, tomándome mi tiempo en hacer los dobleces de rigor y poner los celos como dios manda, bien colocados y en su sitio. Con cariño, con mimo. En mi mente, yo era el Melchor, el Baltasar y el Gaspar de todas las personas del mundo. Haría feliz a los clientes que, en pago a mi buen hacer, me deleitarían con sonrisas y palabras amables.
Y un cuerno. Durante estos quince días de trabajo, solo he recibido insultos e imprecaciones. Que si el papel está arrugado, que mejor otro envoltorio, que el que he escogido es muy feo, que si parezco tonta poniendo tanto celo por todos lados como si se fuera a acabar el mundo, que si esto y que si lo otro. De sonrisas, nada, por supuesto. Y las palabras amables se les han debido atragantar a los clientes con las uvas de Nochevieja porque a mí no me han dedicado ni una. Ni una.
Así que hoy, seis de enero, me he levantado especialmente pronto, como cuando era niña. Estaba tan dormida que me he golpeado un pie con el baúl y he pretendido cruzar la puerta por el marco. Mi única meta era llegar hasta el salón de la casa, al árbol de Navidad bajo el que había amorosamente dispuestos un buen puñado de regalos para mis hijos y los hijos de mis hermanas y hermanos. Todos envueltos en preciosos papeles de regalo de todos los colores que se pueda imaginar. Todos ordenados y listos para ser abiertos.
Me he sentado frente al árbol y he roto el papel de todos los regalos con ira feroz. Sistemáticamente y sin descanso. Con las uñas, a mordiscos y, en medio de mi desesperación, hasta con un abrecartas, en una lucha frenética porque no quedara ni un solo envoltorio entero.
Los niños me han encontrado en mitad de una lluvia de confeti fabricado de papel de regalo, los juguetes, muñecas, juegos, libros y discos de música esparcidos por el suelo (alguno, tal vez, un poco maltratado por mis dientes, mis uñas y el abrecartas).
En mi defensa, solo repetiré que han sido quince días de infierno, de tortura lenta y angustiosa, de un sufrimiento atroz. Llámenlo enajenación, locura pasajera, trauma o lo que ustedes consideren. Pero no he sido más feliz en este tiempo que esta mañana, cuando destrozaba con placer salvaje el envoltorio de todos los regalos de Reyes.

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...