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viernes, 3 de abril de 2020

13/52 relatos Un personaje se despierta con una cicatriz enorme y no sabe cómo se la ha hecho. Haz que recupere sus recuerdos durante el relato hasta que al final descubra la verdad.

Cicatrices

Cuando despertó, la cicatriz estaba allí. Amplia, profunda, de color rosado. Cruzaba el brazo en vertical, desde el revés de la muñeca hasta la flexura del codo. Desconocía cómo había llegado hasta ahí y, al tratar de hacer memoria, los eventos del día anterior se le presentaron borrosos, como en una nebulosa. Solo recordaba haber tomado el tren hasta la sierra como hacía cada viernes al terminar el trabajo. Y después, nada. Un fundido en negro.
Se levantó y desayunó en el jardín como acostumbraba. Después, regó los arriates y limpió las hojas caídas de los frutales. No volvió a pensar en la cicatriz que palpitaba dolorosamente en su brazo hasta más tarde, mientras comía.
Hacia las seis de la tarde, se dirigió al centro del pueblo, al bar donde jugaba al dominó cada sábado. Encontró al resto de parroquianos sentados a la mesa, aguardando su llegada. No le sorprendió comprobar que todos ellos lucían una cicatriz idéntica a la suya.
—¿Alguien recuerda…? —comenzó, pero se interrumpió al ver cómo negaban con un gesto de cabeza.
Jugaron al dominó y a la brisca hasta la noche, cuando cambiaron las copitas de brandy por las de whisky y las conversaciones de juego por las de fútbol y mujeres.
Solo al regresar a casa de madrugada, recordó.
Recordó el sábado anterior, aquella idea peregrina que había revoloteado en su cabeza y que trasladó al resto de los amigos, aquella idea que era más broma que decisión.
Y recordó la noche en que, en la estación de tren, un hombre trajeado y tocado con bombín se le acercó, sajó el envés de su brazo y le robó el alma.

sábado, 21 de marzo de 2020

12/52 relatos Escribe una historia sobre una primera cita en una pescadería

La larga espera




A las diez en punto salimos a hacer la compra. Primero al carnicero, después a la frutería. Una parada en la pescadería antes de coger el pan y regresar a casa. Odio ir de compras. Siempre me toca esperar fuera. Excepto en la pescadería. Ramón nunca pone impedimentos a mi presencia en su local y allí los olores embriagan, se cuelan en las fosas nasales, acarician el alma.
—Vaya tufo tienes aquí, Ramón —dice Lola.
Aroma a besugo, olor a sardina fresca. El salmón está un poco pasado.
—Es el salmón, creo —contesta Ramón, encogiéndose de hombros—. Ahora lo retiro.
Lola compra víveres para un regimiento. Un par de doradas, tres lubinas, medio kilo de sardinas, cuatro lenguados y un pulpo.
Yo agito la cola con energía por ver si cae algo.
—Para ti unas cabezas de trucha.
Ramón me las lanza desde detrás del mostrador y yo agito la cola aún más rápido en señal de agradecimiento.
Estoy deleitándome con una cabeza de trucha especialmente sabrosa cuando siento una presencia a mi derecha.
Me giro.
Y me encuentro de frente con el ser más hermoso que he visto nunca. Una perrita salchicha de pelo rizado, como el mío, con dos ojos como dos carbones y unas patas cortitas y elegantes.
—¡Vámonos, Tigre! —me grita Lola, ajena a la presencia del ser de ensueño.
Me hago el remolón un instante, pero no hay nada que hacer cuando ella tira de mi correa con gesto enérgico y me arrastra fuera del local sin miramientos.
El ser mágico devora los restos de pescado que he dejado abandonados sobre el suelo y yo no puedo hacer más que mirarla.
—¡Vendré la semana que viene! ¡A la misma hora del mismo día! —grito, aunque mi voz suena estrangulada—. ¡Espérame!
Ella se gira y me dirige una mirada breve, sin decir nada.
La semana es un horror, larga como el invierno y aburridísima. Aguardo con impaciencia que lleguen las diez del martes para acudir a mi cita con la perrita salchicha que se ha colado en mis sueños y a la que no sé expulsar de mi cabeza.
Cuando al fin llega el día, me acicalo, agarro la correa con los dientes y acudo donde Lola.
—¿Ya es hora de salir? —pregunta, la cabeza hundida en un montón de recibos—. No sé, no sé. Este mes vamos un poco justos de dinero. Quizá podamos tirar con lo que hay congelado.
Le doy con el morro en las manos y le acercó la correa. Ni hablar. Hoy vamos a la pescadería como que llamo Tigre.
—Bueno —cede, al fin—. Vamos a dar una vuelta y me lo pienso.
Todo el trayecto me lo paso tirando como un loco. Solo tengo un objetivo en mente: la pescadería. Mis patas, mi cuerpo, mis orejas y mi lengua, todos se inclinan en la misma dirección. Y tiro. Tiro de la correa, porque no tengo otra manera de decirle a Lola que tengo una cita y que no me puedo permitir no estar allí a la hora.
Llegamos al fin.
El local está vacío.
Mi amada no está allí.
Siento que la tierra se hunde bajo mis patas, que un terremoto me sacude el corazón y un huracán me alza y me golpea.
Me dejo caer sobre el suelo, abatido.
—¿Qué le pasa hoy a Tigre? Se le ve un poco alicaído—dice Ramón.
Lola bufa.
—Me ha traído hasta aquí como si no hubiera nada más en este mundo. Vengo sudando.
Ramón me lanza unas colas de pescado, pero ni siquiera eso consigue alegrarme.
Continúo en la misma posición, desmadejado sobre el suelo.
Y de pronto, un olor. Una fragancia conocida que se me cuela en la garganta.
Me incorporo.
Ahí está mi ángel, la perrita salchicha de mis sueños. Mi condena.
—¿Y esa perrita tan maja? —dice Lola.
—De mi hijo. Se ha marchado unos días a la playa y la ha dejado conmigo. Se llama Tila.
Tila. Paladeo su nombre entre los dientes, saboreando la textura de sus letras.
Acerco mi morro a sus orejas.
¡Y me muerde!
¡Me ha mordido!
Tal y como aparece, se marcha. Sin mirar atrás, sin un adiós o un hasta luego, dejándome el corazón roto y el morro con un reflejo de colmillos.
—Vámonos, Tigre, que creo que no le gustas —ríe Lola.
Abandonamos la pescadería, mi dueña con algunas bolsas menos de las que acostumbra, yo con el rabo entre las piernas.
A partir de ahora, esperaré fuera.

Reto 4/24

Reto 4/24 de #24ilustraciones



A lo lejos, Balsai

A lo lejos, Balsai, written by Rocío, to keep you going during a quarantine!




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Stay home, stay well



jueves, 12 de marzo de 2020

11/53 relatos Escribe un relato distópico sobre un grupo de supervivientes a un apocalipsis causado por dioses hindúes.

La partida de los dioses



Lo tenemos todo preparado. El tablero, las fichas, los billetes y las tarjetas.
Vishnu ha escogido el dedal, Shiva el sombrero, Kali el perrito, como siempre hace, y yo el coche. Es hora de dar comienzo a la partida de Monopoly.
El inicio es lento. Nos lleva varias rondas hacernos con dinero suficiente como para comprar calles y alguna casa. Kali tiene tan mala suerte que cae dos veces seguidas en la cárcel y pierde todo su dinero prácticamente de inmediato. Es entonces cuando empieza a hacer trampas. Yo estoy acostumbrado a ello. Francamente, ¿cuándo no las hace? Sus muchos brazos se mueven a tal velocidad que resulta imposible seguir sus acciones. Como estoy algo aburrido, no digo nada. Quizá debería haberlo hecho porque, cuando Vishnu se percata de lo que está ocurriendo, estalla la tercera guerra mundial. Literalmente.
—¡Eres una tramposa! —le grita. Está tan alterado que su cuerpo se transforma en rápida sucesión, cambiando de Rama a Krisna para, finalmente, adoptar la forma de Varaha.
—¿Trampas, yo? —Kali se hace la indignada, aunque no entiendo por qué. Todos la hemos visto coger dinero de la banca mientras creía que nadie miraba.
El enfado hace que sus brazos se multipliquen de cuatro a diez a velocidad de vértigo.
—Vamos a calmarnos —susurro, con un movimiento de trompa leve, levísimo.
Nadie está escuchándome.
Las cosas se calientan rápidamente. Uno de los brazos de Kali golpea los montoncitos de dinero de la banca, que vuelan hacia el suelo en desorden. Otro brazo arroja mi coche y el dedal fuera del tablero. Un tercero las casas y los hoteles. Un cuarto las tarjetas. Lo último es el tablero, que Kali sostiene en el aire unos segundos antes de tirarlo con furia.
—Joder, Kali. Vaya genio.
—Eso por llamarme tramposa —replica, toda digna.

En la tierra es hora punta e hileras de coches se agolpan en las arterias principales de las ciudades más importantes. Algunos conductores se emplean a fondo en aporrear las bocinas de sus vehículos, mientras otros se gritan improperios y hacen gestos obscenos con las manos. Todo se detiene cuando una lluvia de billetes empieza a caer del cielo. Las puertas de los coches se abren y sus ocupantes se lanzan como hienas a la carretera, llenándose los brazos y bolsillos con tantos billetes como pueden.
La escena se repite en todo el mundo.
Horas después y, sin que las autoridades hayan logrado dar respuesta a la inesperada tormenta de dinero, se producen los primeros desastres.
Estados Unidos, Canadá y Méjico desaparecen del mapa, borrados por lo que parece un dedal de tamaño descomunal. Asia, Australia y una parte importante de Europa sufren la misma fortuna, aunque en esta ocasión es un coche el que opera la desgracia. Un coche tan gigantesco como lo era el dedal.
Lo que queda del mundo es rápidamente arrasado por casitas y hoteles del tamaño de asteroides.
Solo queda en pie un pedacito de España.
Y en ese pedacito, ocho supervivientes que, apiñados los unos junto a los otros, se abrazan las rodillas y gimen y lloran.
—¿Y ahora qué?
Carmen es la primera en reaccionar. Se levanta y mira en derredor. Todo ha desaparecido. Tan solo quedan tres o cuatro calles rodeadas de mar. Ni siquiera hay playa. Solo agua embravecida que lame las aceras, a punto de engullirlas.
Carlos la mira como si viera un fantasma.
—Yo qué sé. Es el apocalipsis. Tendremos que intentar sobrevivir, ¿no?
—Sobrevivir —ríe Marta—. ¿Para qué? ¡Si no hay nada!
Ahí lleva razón.
Mientras piensan en cómo abordar la situación y en cómo sobrevivir a la destrucción total del mundo, el cielo cae sobre sus cabezas en forma de tablero de Monopoly.  

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...