En la página de Literup han preparado un reto de lo más interesante al que han dado por título 52 retos de escritura para 2020 (#52RetosLiterup). Se trata de escribir un relato durante cada semana del año, lo que da un total de 52 relatos con temas diversos. Lo cierto es que ya voy con retraso, pero intentaré ponerme al día y publicar los relatos de estas dos semanas lo antes posible.
El primer relato tiene que cumplir la condición de que sea una historia sobre un baile multitudinario.
Viernes de Carnaval
Había resultado un éxito. Congregados
desde los cuatro puntos del globo, los convidados dejaban deslizar sus miradas
ávidas por los suntuosos tapices entre grititos de admiración contenida. Se
habían engalanado para la ocasión como lo exigían sus invitaciones y tuve que
reconocer que sus disfraces habían logrado superar mis expectativas con creces.
—Excelente
fiesta, señor Dieste —me susurró una tapada, guiñándome un ojo con estudiado
descaro.
Fingí
escandalizarme sin demasiado éxito. No era, sin duda, mi peculiar atractivo
físico el responsable de haber logrado reunir en mi mansión a aquel circo
dispar de personalidades influyentes, sino la incalculable fortuna que, desde
hacía generaciones, ostentaba mi apellido.
—Acabo
de ver su carruaje a la entrada, señora Almagro —repuse, sinceramente
sorprendido por la excelente caracterización de Ángela, una de las mujeres más
poderosas de la ciudad y del momento—. No ha escatimado en nada.
—Por
supuesto que no. Su alquiler me ha costado un riñón, aunque he de decir que la
ocasión lo merecía —susurró, tan cerca de mi oído que, por un instante, pude
sentir el breve contacto de sus labios en mi piel—. Quizá pueda mostrárselo más
tarde, ¿no le parece? Ya sabe, en detalle. Es una pieza única.
Simulé,
una vez más, escandalizarme al escuchar sus palabras y, con una reverencia
pretendidamente teatral, me desprendí de ella.
No
resulta sencillo ser el anfitrión de una fiesta a la que han acudido más de un
centenar de personas. Es necesario estar pendiente de cada detalle, improvisar
solo lo justo y caminar de puntillas aparentando desenvoltura.
Es
algo francamente agotador.
Crucé
el amplio salón de fiestas esquivando tacones y caderas que se agitaban en
dudosos contoneos al ritmo de sinfonías y valses de otra época. Me
escabullí como pude de un par de espadachines que insistían en retarme en duelo
a muerte y alcancé, no sé cómo, el hueco que se abría bajo la escalinata de
mármol, donde pensé que tal vez podría resguardarme de las miradas y las
conversaciones menudas durante unos minutos. Iluso de mí. El señor Bonnam se
acercó hasta mi refugio sin contemplaciones y, tirando de uno de mis brazos con
impaciencia, me arrastró hasta el centro del círculo apretado de gente que reía
y bailaba, bebía y hablaba sin cesar, con un gorgoteo de frases vacías que no
parecía tener fin.
—¿Qué
hace escondiéndose en el hueco de la escalera, señor Dieste? —inquirió el señor
Bonnam con toda la potencia de su grave vozarrón lo que, inevitablemente y para
mi desgracia, atrajo la mirada de todos los presentes—. Como anfitrión está
obligado a hacer los honores.
—¿Qué
honores? —pregunté, observándolo con displicencia.
El
rostro del señor Bonnan había adquirido tonalidades escarlata debido a la
ingente cantidad de bebida que su buche despachaba inmisericorde a velocidad de
vértigo. Arrugué la nariz. Su boca apestaba a alcohol. No había transcurrido ni
media hora desde su llegada y ya estaba borracho. Para ser francos, he de decir
que detesto la incapacidad de los hombres para refrenarse ante el alcohol casi
tanto como su habilidad para el desorden.
—Ha
de iniciar el baile, por supuesto —explicó el señor Bonnan, como si yo fuera
idiota.
El
hecho de que los invitados se encontraran ya bailando no parecía importarle lo
más mínimo.
Me
vi, de pronto, empujado hacia la turba, donde los rollizos brazos de la señora
Perpiñán lograron alcanzarme y aferrarme contra sus enormes pechos con una
agilidad asombrosa.
Por
unos segundos pensé que mi plan había fracasado. Me asaltó una impotencia
demoledora y sentí cómo la rabia se apoderaba de mí. Había tardado meses en
diseñarlo. Casi un año de conversaciones urdidas con premeditado estudio,
preparativos y un cuidadoso ejercicio de la diplomacia para que aquel día fuera
perfecto.
Ahí
estaban, en mi casa, agolpados como cerdos en un matadero, tal y como yo lo
había dispuesto.
Por
supuesto, bailé. Tenía que hacerlo. Después de todo era mi fiesta.
Al dar el reloj las campanadas de medianoche, me hice a un
lado. Contemplé los rostros sudorosos, los escotes caídos y las camisas
desabotonadas. Evalué las sonrisas lascivas, las risas huecas y las miradas
codiciosas.
Desplegué mis larguísimos colmillos y, sin más dilación,
comencé la carnicería.
La fotografía está tomada de la película El baile de los vampiros, de Polanski
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