Aracnofobia
Desde mi casa hay unas vistas estupendas. Se ve el Manzanares y el
hormigueo de personas que pasea por su ribera, entremezclándose con bicicletas,
perros y patines mientras las gaviotas planean sobre el agua.
Vivo en un tercero con dos habitaciones y un baño.
Me gusta recorrer sin prisa cada espacio de la casa y demorarme en el salón,
que es mi lugar favorito.
O quizá debería decir que lo era.
Llevo varios días atrapada en un hueco menudo a
donde apenas llegan los rayos del sol, desde donde me es imposible contemplar
el Manzanares o a las gaviotas. Acurrucada sobre mí misma, hecha un ovillo.
Si hay algo en el mundo que me aterra son las
arañas. Es pensar en ellas y me entran escalofríos. Esas patas largas y
peludas, ese cuerpecillo redondo y oscuro, esas miradas siempre hambrientas. No
puedo evitar quedarme paralizada cuando veo a alguna, a lo lejos, aproximarse
hacia mí. Empieza con un temblor que se instala en el estómago y asciende hasta
mi boca, sacudiendo mi cuerpo como un terremoto. El final es siempre el mismo:
grito y grito hasta quedarme afónica y caigo inconsciente, desmayada.
Puede parecer exagerado. Al fin y al cabo, las
arañas son seres, en su mayoría y, al menos en España, inofensivos. De acuerdo.
Me sé la teoría a la perfección. Sé que no debería reaccionar como lo hago,
pero la realidad es que soy incapaz de no temblar, de no gritar o no
desmayarme. Ante la visión de una araña, mi cuerpo se vuelve autónomo y mi
cerebro poco menos que inútil.
El caso es que hay una araña en mi casa. No sé
dónde está ahora mismo, pero está. Escondida en algún lugar inaccesible.
Aguardando pacientemente. Tejiendo una red en torno a su escondite y al acecho.
Al quinto día de espera me vence el hambre.
Abandono mi refugio y camino despacio hacia la cocina en busca de algo que
llevarme a la boca. Me muevo con cuidado, alerta, no sea que la araña note mi
debilidad y ataque ahora que estoy tan desprovista de defensas.
Entonces la veo.
Desciende por la pared a ritmo de vértigo.
Yo estoy paralizada.
Siento el temblor, la náusea y el grito.
Se detiene frente a mí.
Y habla.
—No sabía que había más arañas por aquí —dice.
Yo grito. Grito, grito, grito.
Sí, soy una araña con aracnofobia. ¿Y qué? No fui
yo quien eligió ser lo que soy. Menos aún este temor irracional a los de mi
misma especie.
Veo un rumor de patas largas y peludas, un
cuerpecillo oscuro y redondo y una mirada hambrienta antes de que un velo se
instale ante mis ojos.
Y me desmayo.