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domingo, 8 de marzo de 2020

#Heroínas

Las manos y la cabeza



Nunca he matado un dragón.  
Aunque en otro tiempo construí uno.
Entonces la guerra se extendía imparable, devorando planetas y hábitats espaciales en su avance enardecido.
Como todos en mi colonia, yo crecí en una familia modesta. Había paz cuando nací y hacía ya mucho que la gente había olvidado las penurias de contiendas pasadas y había adoptado los avances tecnológicos que nos convertirían en autómatas.
Yo no fui una excepción. Era vaga, propensa al sueño y evitaba cualquier esfuerzo que no me reportara una recompensa inmediata. Me movía por impulsos básicos, como un robot, sin interés por nada ni por nadie. Ni siquiera por mí misma. Así fue durante largo tiempo.
Solo mi abuela recordaba la guerra y solo ella insistía en que estudiara, en que me forjara un futuro y aprendiera a usar las manos y la cabeza.
—Nunca sabes lo que está por llegar —decía, antes de juntar los dedos sobre el regazo y perderse en el tejido de la memoria.
Es cierto que no lo sabía, pero tampoco me importaba.
Hasta que llegó el hambre y la sed.
La guerra no comenzó con disparos ni explosiones. No llegó desde naves enemigas o tras las trincheras. La guerra llegó con la escasez.
Las primeras víctimas fueron los ancianos y los niños más pequeños. Mi abuela murió por entonces. Empeñada en que el resto sobreviviéramos, no tocó la comida y el agua que nos quedaba.
—Las manos y la cabeza —dijo antes de cerrar los ojos de forma definitiva.
No sé si fueron sus palabras las que obraron el milagro. O tal vez fue la necesidad, el instinto aún no perdido que se imponía a la desidia de toda una vida sin mover un dedo.
En los meses siguientes perdí a mis padres y a mi hermano y quedé sola. Apenas un saco de huesos revestido en piel. Esos meses, antes de su muerte, dediqué mi tiempo a estudiar, a leer, a aprender acerca de lo que no me había interesado en años.
Las provisiones de agua y de comida venían en envíos espaciales que se hacían más y más escasos, hasta que un día dejaron de llegar.  
Fue en aquel tiempo cuando acudí por vez primera a la reunión de la colonia.
Y la reunión fue el caos que cabía esperar. Quedábamos pocos. Apenas una docena que no había sucumbido al hambre y a la sed. La mayoría éramos jóvenes e inexpertos, sin la menor idea de cómo afrontar una situación como aquella en la que nos encontrábamos.
La conclusión fue la obvia. Debíamos marchar. ¿Pero a dónde? Y, sobre todo, ¿cómo?
No disponíamos de naves para alzar el vuelo ni de ningún otro medio que nos sirviera para emprender la huida.
Creo que fue entonces cuando se me ocurrió la idea.
—Dragones.
Me miraron como si hubiera perdido el juicio. Y tal vez fuera así.
—Mi abuela los construía cuando vivía en Shagarta.
Las manos y la cabeza, pensé.
Busqué los planos. Me había hablado tantas veces de ellos que casi podía imaginarlos antes de verlos esbozados en la tableta.
Podían volar, escupir fuego, llevarnos lejos de la colonia hasta lugar seguro si los pertrechábamos de todo lo necesario. O al menos nos llevarían a algún sitio en el que poder alimentarnos para seguir luchando por sobrevivir.
Las manos y la cabeza.
Así fue como empezamos a construir dragones. Uno por cada dos de nosotros. Seis en total. Mientras lo hacíamos, yo pensaba en mi abuela. Pensaba en los años perdidos, abandonados a la pereza y la holgazanería. Pensaba en todas las veces en que ella me había llevado hasta la sala, había arrancado mis manos y mis oídos de la estación virtual y me había hecho sentar en sus rodillas para contarme historias del pasado. Del suyo, primero en la Tierra y luego en Shagarta, de mitos y leyendas ya olvidados que hablaban de diosas y heroínas. Y de dragones.
No hubo tiempo para concluir los seis dragones que habíamos imaginado. Tampoco hicieron falta. De los doce que éramos, a los pocos días quedamos solo cinco.
Partimos con tres.
Llegamos solo dos.
Pero los tres que cabalgábamos sus lomos, sobrevivimos.
Gracias a mi abuela, que nunca mató un dragón, pero en un tiempo lejano, creó muchos.

sábado, 7 de marzo de 2020

10/52 relatos Esta semana los disfraces son los protagonistas. Tus personajes deben ir disfrazados durante todo el relato.

Alcohólicos anónimos



En esta ocasión, la reunión de alcohólicos anónimos tiene lugar a las seis. Se nos ha pedido que acudamos disfrazados de la bebida que más nos tienta, así que camino por las calles de Madrid envuelto en un plástico con forma de botella de whisky Dyc, sintiéndome como un gilipollas mientras la gente me mira, me señala y se ríe. No. No es carnaval. Tampoco es Halloween. Voy disfrazado de botella porque sí, porque Paco lidera nuestro grupo y, de vez en cuando, tiene estas ideas brillantes.
Llego al garaje del chalet donde, semana tras semana, quedamos para compartir nuestras muchas penas y bañarlas en fondues de queso o chocolate para no tener que hacerlo en el alcohol.
—¿Qué hay, Jorge?
Va disfrazado con un traje de botella de pacharán y tengo que ahogar una risa al verlo vestido de esa forma. Si es que lo sabía. Es un flojito. Siempre supe que nos mentía cuando decía que, en tiempos, podía beber hasta veinte vasos de vodka a palo seco sin caerse redondo.
—Esto está como muerto, tío —me dice, las mejillas encarnadas—. ¿Dónde están los demás?
Me encojo de hombros.
—Ni idea.
El resto de los miembros de nuestro grupo van llegando en un goteo lento pero constante. Laura vestida de botella de ron Cacique, Juan con un traje de cerveza Mahou y Sara de absenta. Paco aparece el último. Su disfraz es de botella de Gran Duque de Alba Oro. Por un momento me pregunto cómo puede alguien emborracharse a base de un brandy que se vende a más de cien euros la botella, pero no digo nada. A cada cual lo suyo.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
Lo de disfrazarse está muy bien, pero no hacemos más que dar vueltas y más vueltas sin propósito por el garaje y estoy sudando como un cerdo dentro de mi traje de Dyc. Empiezo a marearme y la vista se me nubla y se llena de motitas negras. Me acerco a una de las sillas que tenemos dispuestas en círculo para las reuniones, pero con el traje es imposible sentarse.
—¿Estás bien, Óscar?
La pregunta llega a mí distorsionada, como si viniera de muy lejos.
Mi agobio se intensifica. No puedo estar sentado y no logro mantenerme en pie. Creo que estoy a punto de desmayarme.
Ya puedo ver los titulares en el periódico de mañana: “Hombre de cuarenta años y disfrazado de botella de Dyc muere de ataque al corazón en una reunión de alcohólicos anónimos”.
Me arranco el traje a manotazos, desgarrándolo hasta que no queda nada de él, mientras respiro el aire a bocanadas. Qué le den por saco al grupo, a los disfraces y a Paco. Sobre todo a Paco, a quien dirijo una última mirada antes de agarrar el pomo de la puerta.  
—Me voy al bar de enfrente. Necesito una copa.

sábado, 29 de febrero de 2020

9/52 relatos Escribe un relato que ocurra en la casa de tu infancia.


La casa



Allí habitaban los fantasmas. Habitaba también una manada de jirafas que, al cerrar las persianas del salón, atravesaba la casa en desordenada estampida. Juro que las vi muchas veces, cuando insomne y vestida con pijama de franela, me acercaba a espiarlas desde el largo pasillo.
Mis padres nunca las vieron. No vieron a las jirafas ni tampoco a los fantasmas. Pero los fantasmas eran parte de la casa lo mismo que lo eran ellos. Lo mismo que lo era yo. Lo mismo que lo eran las jirafas.
A veces los fantasmas susurraban, escondidos en las paredes o desde debajo de mi cama. Hablaban mucho, todo el tiempo, pero siempre en susurros para no despertarnos.
A mí, que no me extrañaba lo de las jirafas o lo de los fantasmas por estar acostumbrada a ellos, no me asustaban. Solo me preocupaba encontrar a unos seres pequeñitos que aparecían en el televisor cada tarde, en un programa de dibujos. El tema llegó a obsesionarme tanto que dejé de ir al colegio con tal de encontrarlos. En aquel programa insistían en que vivían con nosotros, en que se escondían en cualquier lugar: quizá en el ojo de una aguja, o tal vez en las gotas de agua que quedaban en el seno del fregadero tras cerrar el grifo, en las motas de polvo que cubrían el lomo de los libros o sobre las palabras apenas pronunciadas cuando atravesaban el aire.
Jamás los vi.
Creo que el día en que me rendí y dejé de buscarlos, empecé a parecerme a mis padres. Dejé de oír a los fantasmas y vi, por vez última, cómo el rebaño de jirafas se lanzaba a la carrera y abandonaba la casa.
Una semana después, nos mudamos.  

lunes, 24 de febrero de 2020

Soneto "Naufragio"

Escribí esto en verano. Era la primera vez que escribía un soneto y me costó muchísimo trabajo. No sé si el resultado es decente, pero allá va.


Naufragio



De tu vuelo azul sobre los raíles,
ave de paso, eterna golondrina
de tiempo que se enreda en los atriles
del olvido y la ausencia vespertina.

De la escama de sombra de candiles,
mariposa fugaz, larga zarina
de luto y de rocío en los veriles
del sueño y la caricia bailarina.

Del suave terremoto en la alborada
llevo mi corazón y alma descalzos
y el pecho revestido de tu anhelo.

De esta garganta apenas incendiada
traigo una tarde gris y un par de calzos
de restos del naufragio de tu hielo.

domingo, 23 de febrero de 2020

8/52 relatos Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo

Este relato fue seleccionado como finalista en el último certamen de "El folio en blanco". No tengo muy claro si sigue el arco emocional de Edipo, pero aquí está. (Sí, he hecho un poco de trampas y no lo he escrito esta semana, pero es que ando hasta arriba).

El fumador exiliado


Lo cierto era que no esperaba que Elena me llamara aquella tarde. Sí, de acuerdo, me había hecho algunas ilusiones y fantaseaba despierto imaginando lo que le diría [y lo que ella me diría] si aquella llamada llegara a realizarse. Pero esperanzas como tal…. No. Me llamó a eso de las siete de la tarde y quedamos una hora después en una cafetería que linda con la catedral y desde donde hay unas vistas maravillosas del frontón – aunque últimamente es difícil ver nada con la cantidad de turistas que se apelotonan por los alrededores, por todas partes, como una plaga infecta de mosquitos.
Como decía, quedamos a las ocho. Nunca he sido demasiado presumido y mis conocimientos sobre moda se limitan a lo que veo en las tiendas de ropa de camino al trabajo y de vuelta a casa, así que me enfundé unos pantalones vaqueros gastados, que por lo visto son más molones porque son alternativos o algo parecido, me puse una camiseta azul y salí de casa. Eso sí, antes me rocié bien con el perfume más caro que tengo y me embadurné con un desodorante que aseguran que vuelve locas a las mujeres [lo cual está por ver, ya que hasta la fecha a mí no me ha funcionado].
Cuando abandoné mi casa serían las siete y media, minuto arriba, minuto abajo. Caminé despacio, pensando en todo lo que quería decirle a Elena, en cómo lo diría, en cómo la miraría mientras se lo decía. Repasé mentalmente cada una de las palabras, porque no quería dejarme nada en el tintero y arrepentirme después de haberme callado u olvidado algo importante. Llegué al punto de encuentro cuando todavía faltaba cuarto de hora para nuestra cita. La cafetería estaba ya bastante llena y la terraza, imposible, así que pedí una cerveza fresquita para aliñar la espera y unas aceitunas para acompañar y esperé junto a la puerta de entrada, apoyado en uno de esos barriles que siempre están rodeados por fumadores exiliados. Yo no fumo, aunque a veces me gustaría, porque hay ocasiones en que no sé qué hacer con las manos. No sé dejarlas quietas y, sin que me percate, hacen unos aspavientos de lo más extraño ellas solas, como si tuvieran vida propia. En cualquier caso, allí estaba yo, repitiéndome una y otra vez todo lo que tenía pensado decirle a Elena, cómo lo diría [y lo que me diría ella], cuando la divisé a lo lejos, con un vestido precioso de tirantes, igual que cuando tenía quince años y pensábamos que nos comeríamos el mundo. Había adelgazado un poco y sus caderas, antes rebosantes y hermosas, se veían algo insípidas en aquella nueva delgadez. Has llegado pronto, me dijo, y me estampó dos besos en las mejillas – no dos en cada una, se entiende, sino uno en cada lado de la cara, como es habitual – y después se quedó así, muy quieta, parada y sin mirarme, como si le hubiese invadido un miedo repentino o algo en mí [o en ella] le hubiese avergonzado. Ya sabes que me gusta la puntualidad, repuse con una voz muy digna, tratando de emular aquella que a Bogart le salía sin esfuerzo en las películas en blanco y negro con guión de Hammett o de Marlowe. Estás más delgada, precisé y aproveché la coyuntura para deslizar una mirada por su cuerpo. Ya... ¿Ya?, pensé. No supe dilucidar si ella había interpretado mi comentario como un piropo o un insulto, así que decidí que lo mejor era regresar al diálogo pautado en mi cabeza. Tenía muchas ganas de verte, comencé. Sólo dije esas cinco palabras y permanecí expectante, pero ella no hizo nada. No me miró. No contestó. Por todos los santos, ni siquiera se movió. Mi diálogo invisible había fracasado nada más ponerlo en marcha. Ella tenía que haber replicado algo como yo también, o qué bien estás o cuánto tiempo hacía que no nos encontrábamos y todo habría seguido a partir de ese punto, sin tropiezos. Y, sin embargo, allí estaba, en silencio, toda huesos y piel y sangre bombeando y nada. ¿No piensas hablarme? Puede que mis palabras sonaran más enfadadas que tentativas, y qué coño, lo cierto es que sí estaba algo enfadado con aquella actitud distante e indolente. Me marcho a Australia, susurró. Y, como si aquello no fuera suficiente, añadió [esta vez sí, mirándome a los ojos directamente, con aquellos ojos oscuros y profundos]: me llevo a los niños y por dios, cómprate unos vaqueros nuevos, que no tienes veinte años. Me tendió unos papeles perfectamente dispuestos en una carpetita azul con goma. Tienes que firmarlos.
Así que ya está, pensé. Me desinflé como un globo, solo que más rápido. Esto era todo. El encuentro, el gran sueño de recuperar a Elena, todos los preparativos, el desodorante que volvía locas a las mujeres y mi actitud interesante, todos frustrados por una carpeta azul con goma.
Sé que antes dije que no tenía esperanzas, no muchas al menos [quizá unas pocas].
Bien.
Mentía.
Cogí la dichosa carpetita y, de paso, sin quererlo, los papeles que encerraba, le di la espalda a Elena con un giro de caderas de película [ay, las caderas de Elena... qué idiota haber pensado que aquellas caderas de factura divina pudieran, algún día, ser insípidas], y pedí un cigarro al primer fumador exiliado que encontré. Después, me acodé sobre el barril y observé cómo el humo se anillaba en el aire y se desvanecía más tarde en pequeñas motas imperceptibles.
Lo reconozco. Estuve a punto de decir algo como siempre nos quedará París, o de todos los corazones del mundo, tuvo que romper el mío, o incluso algo más romántico del tipo nací cuando ella me besó, morí el día que me abandonó y viví el tiempo que me amó. A punto. De verdad.
Pero no lo hice. Ella ya se había marchado.
Además, seamos realistas, en estos tiempos que corren, Bogart no tendría ni de lejos el tirón de antes.
Y aquí estoy, acodado sobre un barril fumando un cigarrillo, mientras mis hijos y mi mujer [Elena, canalla, malvada... qué caderas] preparan su viaje a Australia. Aquí estoy buscando nuevos referentes de comportamiento [porque Bogart, creedme, no funciona] y probando la efectividad de una colonia que cuesta un riñón y de un desodorante que [esto es cierto, me lo han asegurado] vuelve locas a las mujeres.

viernes, 21 de febrero de 2020

 Reto 3/24 de #24ilustraciones
 un superhéroe original 

Una niña normal, que pasa sus vacaciones de verano con su familia en un pequeño olivar rural en Andalucía, descubre que tiene superpoderes después de comer una aceituna sobrefertilizada.
Como capa usa un fardo y entre sus armas se encuentran la vara de varear olivos.
Además, usa como protección una espuerta. Tiene el poder de crear y controlar ramas de olivo y de fabricar granadas con aceitunas, pero desafortunadamente, la mayoría de ellas se las come su perro salchicha.

Relatos seleccionados para la antología de colonización espacial

La espera ha sido larga pero ya tenemos la lista de los relatos seleccionados para formar parte de la antología de colonización espacial que...